jueves, 15 de diciembre de 2016

Crítica de la película La chica del tren


Cartel de la película
SINOPSIS:

Rachel, una mujer con graves problemas con la bebida, vive en las afueras de Nueva York con su compañera de piso. Realiza todos los días el mismo viaje en metro: Manhattan ida y vuelta. En el recorrido atraviesa una zona rural en la que vivía con su marido. Unas casas más abajo se encuentra un amplio chalet en el que habita una pareja (Megan y Scott) y a la que imagina como paradigma del amor perfecto. 

Su vida transcurre casi íntegramente en el mismo vagón y asiento de ese tren. Los días se repiten idénticos hasta que le parece ver algo que desata su furia interna: esa pareja que ve día tras día no es tan ideal como pensaba. A través de la ventanilla del vagón, observa cómo Megan se encuentra en la terraza del chalet con otro hombre. Esto rompe con sus esquemas y le hace revivir sentimientos oscuros del pasado.

Más tarde, y tras haber ingerido una gran cantidad de alcohol, se baja del metro en una parada que no es la suya con el objetivo de perseguir a Megan y recriminarle que engañara a su marido. En un estado de completa embriaguez, comienza a proferir gritos e insultos contra ella. La muchacha, asustada, trata de huir y pedir auxilio. Es justo en ese momento cuando Rachel pierde el conocimiento.

Cuando se despierta, se descubre a sí misma bañada en sangre y con una inquietante noticia en la televisión: la mujer a la que había seguido la noche anterior ha desaparecido en las inmediaciones de donde ella misma se desplomó. Su compañera de piso le avisa de que acaba de llegar la detective de la policía y que quiere hablar con ella. Incapaz de recordar nada, Rachel niega su relación con el crimen, a pesar de que todo apunta hacia ella.
Llena de culpabilidad, decide hablar con el marido de la desaparecida, Scott. Le cuenta que justo el día de la desaparición de Megan la había visto con otro hombre en la terraza de su casa. Este resulta ser el psicólogo de la muchacha, por lo que las sospechas pasan a centrarse en él.

Sin embargo, dos sucesos cambian radicalmente la línea de investigación.
Por un lado, Ann descubre que la mujer que acosaba a todas horas a su marido, Tom, no era Rachel, su exmujer, sino la recientemente hallada muerta Megan. De este modo, Ann deja de ver a Rachel como una borracha potencialmente peligrosa y levanta sus sospechas hacia su marido Tom. Sospechas que se confirman cuando ve el contenido erótico de los mensajes que intercambiaba este con Megan. 

Por otro, Rachel se encuentra en uno de sus rutinarios viajes en tren a una antigua compañera de trabajo de su exmarido. Aprovecha para disculparse por sus problemas con la bebida que, a su parecer, motivaron el despedido de Tom. Sin embargo, su reacción de sorpresa pilla desprevenida a Rachel. Ella le explica que lo que propició que echaran a su marido fue en realidad la promiscuidad de su marido y no su adicción al alcohol. Esto provoca que la culpabilidad de Rachel desaparezca por completo y que los recuerdos que tenía en los que se creía el principal inconveniente de Tom se convierten en justo lo contrario: era él el que le hacía sentirse responsable de todos los males.

La protagonista decide actuar y acude, henchida de rabia, a la casa de Tom y Ann. Allí le acusa de ser el asesino de Megan y de haber destrozado su vida. Él se resiste y trata de emborracharla primero y de matarla después. Sin embargo, entre Ann y la propia Rachel consiguen acabar con su vida.
Libro en que se ha basado la pelicula

CRÍTICA:

Resulta una ventaja y un inconveniente al mismo tiempo realizar una crítica a una película basada en una novela sin haberla leído previamente: al no haber elementos de juicio previo, es imposible evaluar la adaptación del guion a la gran pantalla, pero también permite una valoración más libre y centrada en el filme. 

Pese a no ser una trama excesivamente complicada, sí que está presentada de tal manera que debas prestar completa atención a lo que estás viendo para no perderte detalles elementales y poder seguir el hilo argumental. A esto contribuye de manera fundamental el recurso estilístico del flashback: los constantes viajes al pasado que se realizan mediante los recuerdos de Rachel no solo quedan bien estéticamente, sino que son un medio sencillo e identificativo para explicar, por un lado su problema con la bebida, y por otro ciertas circunstancias que de otro modo se harían más difíciles de tragar.

Algo que quizá sí que se echa de menos es más acción en ciertas secuencias que se exceden en lo sosegado y tranquilo del enfoque, lo que envuelve todo bajo un cierto halo de melancolía y que puede hacerse pesado. A pesar de que, en teoría, la trama gira en torno a un asesinato, lo cierto es que en la práctica se desarrolla, como si de un pergamino egipcio se tratara, en una red argumental cuyo hilo conector es Rachel.
La fotografía tiene predominancia por los ambientes bucólicos, con abundancia de escenas con poca luz, tirando a lo lúgubre.

El tiempo pasa, me muero

Un joven con apendicitis relata, en primera persona, cómo no le operaron de urgencia por ser de otro pueblo y las horas de espera hasta ser trasladado casi acaban con su vida. 

Estoy acurrucado en el sofá. Ya he cenado y estoy orgulloso porque he cocinado unas judías verdes con patatas. Me han salido buenísimas. Es un viernes por la noche cualquiera y me encuentro bien. Pienso que no tardaré mucho en acostarme, salvo que me entretenga algún programa televisivo o el móvil. En mi cuerpo todo funciona bien… hasta las doce y media en punto. Comienza un calvario que duraría hasta diecinueve días: la fiebre me acecha, los escalofríos recorren mis huesos y unos fuertes golpes en la zona abdominal terminan por paralizarme. Pero no puedo permanecer quieto, pues los vómitos no tardan en llegar. 
Mi compañera de piso se percata de mi estado y pronto avisa a una ambulancia. El dolor es tan intenso que me quedo en el suelo, totalmente inmóvil. El 061 llega a las una y diez de la madrugada. Tres personas han venido para ayudarme, aunque no empiezan con buen pie.
“¿Pero qué haces aquí, si eres de Bullas?”, me pregunta uno de ellos con mi tarjeta sanitaria en la mano. 
Mi compañera le responde desconcertada y tras consensuar el centro hospitalario al que me llevarán, eligen el Hospital Virgen de la Arrixaca de Murcia. 
Las pruebas a las que me someten confirman el diagnóstico menos esperado: apendicitis. Pero no una simple, sino una “aguda muy avanzada”. Me sorprende ver a un par de médicos muy jóvenes. 

Un chico alto, de pelo corto y moreno, con gafas. Una chica rubia con el pelo largo y rizado. 


“Hola Iván, la operación será inmediata o a primera hora de la mañana. Depende de lo que diga el cirujano”, me informa la médica. 

Estoy relajado, los calmantes que me han suministrado por la vía de mi brazo izquierdo están cumpliendo su función. Además, reconozco que me alegra el hecho de estar en un hospital tan prestigioso como la Arrixaca y que me operen allí. Pero… soñar es gratis y esa noche más aún si cabe. Una noticia inesperada me golpea con rabia, se aproxima la misma chica de antes:


“No te podemos operar aquí, Iván. No estás empadronado en Murcia, sino en Bullas; por lo tanto, te pertenece el Hospital Comarcal del Noroeste de Caravaca“.

Mi mente maldice el dichoso empadronamiento, el cual le estaba ganando la partida a mi salud, mucho más importante que un simple tema burocrático. Sin embargo, no debo preocuparme ya que todo está listo: el traslado en ambulancia y el cirujano esperando mi llegada para atenderme el sábado en las primeras horas del día. 

Me intereso por el tiempo de recuperación y la joven médica me confirma “1 o 2 días si todo va bien”. Perfecto, pronto volveré a mi casa. Esto será una operación normal, sin más. Pero un pequeño y significante detalle que la chica no tenía en cuenta era el tiempo. Las agujas del reloj avanzan al igual que la infección de mi apéndice, sin que nada ni nadie pueda impedirlo.

En realidad, sí se podía detener esa proliferación de la enfermedad. Todo era cuestión de un traslado rápido y urgente, no cuando ya mis órganos estaban siendo atacados por la plaga infecciosa. Los medicamentos calman, no curan. Una apendicitis de tal nivel no puede esperar hasta 11 horas para ser tratada. 


“Si pasan unas horas más… el chaval ni lo cuenta. Si llega un paciente así a mi hospital, lo primero que hago es operarle”, reconoce tajante el que acabaría siendo mi cirujano poco después. 

La ambulancia llega a las 10 de la mañana. El conductor no ha recibido la orden de un traslado urgente. Han pasado quince minutos de viaje y una llamada telefónica volvería a golpearme indirectamente. “Tengo que volver a la Arrixaca a recoger a un paciente que le han dado el alta y va para Caravaca también”, explica sin preocupación el chófer del vehículo sanitario. Mi madre empieza a inquietarse mucho, pero no le recrimina nada hasta que pasamos otra hora de reloj esperando a la pareja de ancianos. 

A las 12:30 justas llego a mi destino. Mi cirujano se percata muy pronto de mi estado y en media hora estoy en quirófano. Duermo mientras me intervienen y cuando vuelvo a la vida parece que todo ha salido bien. Pero la suerte no está de mi lado, la noche del 7 de noviembre resulta ser de las peores de mis veinte años de vida. Mis arcadas para vomitar son incesantes, aunque solo expulso algo de espuma y un líquido verdoso. El médico de guardia recomienda la sonda nasogástrica y las enfermeras me la colocan. Mi nariz sangra y el dolor es tan intenso que no puedo calificarlo. De poco sirve, sigo toda la noche en un estado terrible. 

Aquel doctor dijo que era normal y no pidió más pruebas. Tal fue su equivocación, que no volvió a pasarme consulta nunca más. Las horas pasaban, seguía igual de mal y esperaba ansioso al médico de la mañana. En mi auxilio acudió mi médico, una nueva cita con quirófano. 

El proceso se repite, aunque esta vez abren por debajo del ombligo para limpiar toda la infección. Me cuesta más regresar, la anestesia me ha sacudido con más fuerza. Eso sí, estoy curado definitivamente y para el recuerdo, tengo una cicatriz de treinta grapas. 


                                En la cama, el último día ingresado                                       
En total, paso 18 días ingresado con una evolución posoperatoria favorable. No me imagino un nuevo incidente y sin embargo, cuando ya veo la luz al final del túnel… tengo infección de orina. Y no solo eso, sino que tampoco puedo orinar por mí mismo. El sondaje se repite después de que mi vejiga esté a punto de explotar y los dolores tremendos acaben conmigo. Mi estancia en el hospital se alarga.

“No puedo estar otro fin de semana aquí, que estoy desesperado ya mamá. Encima, hay fútbol y para estar aquí, estoy en mi casa…”, le digo a mi madre con exasperación.

Una enfermera muy amable consigue que el médico me otorgue un permiso de fin de semana para estar en mi casa, no me quiero perder el derbi madrileño. Me preparo y antes de marcharme, entrego a las enfermeras unas cajas de bombones como regalo de agradecimiento por el trato recibido. Estoy contento, aunque me preocupa tener que orinar por sonda. El urólogo me ha explicado: 
“Pínzala y cuando te den ganas de mear, vas al váter, quitas el tapón y orinas. Así, la vejiga va trabajando”. 

Según este especialista, el Dr. Murcia, las dos anestesias generales que me suministraron han provocado este efecto secundario. “Puede pasar, pero yo es la primera vez que lo veo en una persona joven. Normalmente, las personas mayores lo padecen más por la vejez del órgano”, nos informa mi cirujano con confusión y asombro. 

El domingo por la noche vuelvo a mi habitación. Aviso a las enfermeras y me duermo pronto. No obstante, un fuerte dolor me despierta a las 6 de la mañana. Es en la zona de la operación, por dentro. “Es muy probable que sean gases”, afirma el médico que pasa consulta a las 9. Tomo paracetamol varias veces y al día siguiente estoy bien. 
Por otro lado, extraen la sonda y por fin recupero la normalidad. Todo funciona correctamente. El sufrimiento se ha terminado. ¡Qué felicidad! ¡Me voy de alta! 

Un cúmulo de errores

El primero de los despropósitos es más bien una actitud reprochable. Todos los conocedores de este caso coinciden en que un profesional sanitario no puede dirigirse con esas formas a una persona que está sufriendo y que ha avisado para que la trasladen al hospital lo antes posible. En una capital como es Murcia hay gente de muchas otras zonas de la región, o incluso de otras comunidades. Es normal, ocurre en todas las capitales. Por lo tanto, no es motivo de sorpresa encontrar en un piso de estudiantes un chico que es de Bullas con un problema de salud. En la actualidad, los ciudadanos viajan mucho por diversas razones: trabajo, ocio, turismo, estudios, etc… y no están a salvo nunca de sufrir una emergencia. Estos imprevistos los puede tener cualquiera esté donde esté.

Eso se queda en una simple anécdota cuando le sigue un error bastante más serio e importante. En el código ético de los médicos figuran cuatro principios fundamentales que deben respetar en el ejercicio de su profesión y a modo general, hay que resaltar que: “El paciente es lo primero y la salud en sí misma es innegociable”. La conclusión que se extrae es que no se puede anteponer un tema administrativo –como en este caso- a la salud de una persona. Se trata de una actitud ética y humanamente incorrecta el derivar a otro hospital a un paciente que tiene una enfermedad, que con el paso del tiempo empeorará e incluso puede acabar con su vida. Aquí entra en juego la calificación de urgente o no urgente, si puede esperar o no para ser operado. La prueba final es reveladora: de apendicitis a peritonitis. 

Un fallo del médico al considerar que podían pasar unas horas, ya que esto condiciona la siguiente equivocación: el traslado al hospital correspondiente. Existen varios tipos de transportes sanitarios y uno de ellos es el “no urgente no programado”. Así lo definen desde la consejería de sanidad:

“El transporte no está previsto pero debe realizarse en un plazo breve o con un margen de demora limitado porque se tiene que efectuar antes de 12 horas desde la solicitud. Debe tener una respuesta de realización corta y en algunos casos según determine el propio traslado. Debe realizarse indistintamente sea festivo, fin de semana o por la tarde, tarde-noche o noche”

El traslado se pudo efectuar incluso esa misma noche. Al no valorarse como urgente, pueden pasar hasta doce horas. Pero si en la propia solicitud se especifica que el traslado debe realizarse en un tiempo menor, así se hace. Otro error importante que se agrava más cuando -ya en carretera- la Arrixaca llama al conductor para que regrese a por otro paciente, cuya salud no revestía ningún peligro por ser un alta médica. Y encima, otros 60 minutos más de espera con el vehículo detenido. Una situación inédita donde el sufrimiento y el miedo de una madre se enfrentaban a la tranquilidad y la parsimonia en un momento crítico. 

Y la serie de fallos no se queda ahí. Tras consultar con enfermeras y acudiendo a la legislación, se comprueba que en esa transferencia interhospitalaria se cometió una ilegalidad: no acompañó ningún enfermero/a como mínimo, cuando el paciente llevaba colocada una vía por la cual entraban los medicamentos. Eso está prohibido. 

Lo que dictan las leyes:

Los ciudadanos tenemos derecho a ser atendidos en un hospital que no es el “nuestro” y con más motivo si es una urgencia. Así lo afirma el artículo 24 sobre garantía de movilidad, de la Ley 16/2003 del 28 mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud:

“El acceso a las prestaciones sanitarias reconocidas en esta ley se garantizará con independencia del lugar del territorio nacional en el que se encuentren en cada momento los usuarios del Sistema Nacional de Salud”.

A esto hay que sumarle nuestro derecho a la igualdad, que garantiza unas actuaciones médicas igualitarias y sin discriminación por circunstancias personales o sociales. 
En una resolución del SMS también se especifican las causas de traslado sanitario y cabe destacar la siguiente:

“Necesidad de atención sanitaria en el menor tiempo posible, por procesos que comportan riesgo vital (emergencias) o por posible aparición de daños irreversibles, secuelas o problemas añadidos si hay demora en la atención”. 

Es decir, se debe avisar e informar a la ambulancia de un traslado cuanto antes porque la enfermedad puede empeorar con el tiempo.

La enfermedad

Atendiendo a libros y páginas web oficiales de medicina, la apendicitis aguda es una urgencia quirúrgica abdominal que consiste en la inflamación del apéndice como consecuencia de la infección bacteriana. Se desconoce la causa real de la aparición de esta dolencia. Sus síntomas son escalofríos, fiebre, náuseas y vómitos, así como el dolor inicial alrededor del ombligo. Existen cuatro etapas evolutivas, siendo la última una apendicitis gangrenosa, en la que las paredes del apéndice se van debilitando y éste se vuelve de color negro. El resultado es la perforación apendicular y la contaminación de la cavidad abdominal. 





A continuación, pueden derivarse dos tipos de peritonitis: la circunscrita, que es la más frecuente; y la aguda difusa (la que sufrió el chico) que suele darse en casos de evolución muy rápida o en personas con las defensas generales debilitadas (ancianos) y locales (niños). La peritonitis es una irritación del peritoneo, un tejido que cubre la mayoría de los órganos abdominales. Se debe tratar inmediatamente ya que puede llegar a ser mortal y causar complicaciones. La más grave es la que ataca al hígado.

El Dr. Amando Moreno Gallego

Mi cirujano, mi salvación. Tengo un enorme agradecimiento para el médico que me curó en los peores momentos de mi vida. Porque no fue ni una ni dos veces, sino tres. Lo imagino equipado con su traje verde, largo y fino, su mascarilla de igual color y un reluciente calzado, todo ello muy propio de estar frecuentemente en los quirófanos salvando vidas. Recuerdo cómo se asomaba por mi habitación para verme, siempre que podía. “¿Qué tal vamos, campeón?”, se interesaba por mí. Cuando estaba bien, le regalaba una sonrisa. Cuando no, le dejaba actuar: 
“Deja que te observe, que a mí las manos me dan mucha información”. 
Era su frase estrella. Hasta en dos ocasiones diferentes colocó sus dedos en mi parte abdominal, frunció el ceño y con expresión preocupante, se marchó sin mediar palabra. Algo sucedía. Poco después, un celador vino en mi búsqueda para acudir a una prueba que determinó una segunda operación (día 8) y un nuevo sondaje (día 17). Gracias al Dr. Moreno y sus apariciones sorpresa. Un hombre muy profesional y correcto en su labor médica, pero más todavía en el trato personal. Cada decisión suya provenía de momentos pensativos. Con su mano en la barbilla, meditaba y sobre todo, acertaba. Conmigo acertó tres veces. Gracias, doctor. 

Repercusión del caso

Una historia tan dramática y humana como esta, merece ser contada. La gente debe saber que no está a salvo ni en un hospital. No siempre te puedes fiar de lo que digan o decidan los médicos. Con un artículo de opinión publicado en elperiodicum.es –donde soy redactor- he conseguido dar a conocer mi caso y que se intenten tomar medidas para que no vuelva a suceder. Más de 120.000 visitas y más de 1.200 veces compartido en Facebook. Periódicos y radios de Murcia me han entrevistado y se ha logrado llegar al parlamento de la mano del PSOE. Según la consejera de sanidad, Encarna Guillén, se abrirá una investigación para comprobar si sucedió todo lo que cuento en mi escrito y en ese caso, actuar. 

Otros testimonios similares

Muchos son los sucesos de errores médicos que se cometen en los hospitales españoles y sin embargo, estas historias no salen a la luz. Las denuncias o reclamaciones no trascienden al ámbito público y en pocas ocasiones logran su propósito. Los medios de comunicación son ahora la mejor arma para difundir y presionar a los poderes gubernamentales con el fin de que estos problemas se solucionen, porque el mío no es un caso aislado.

Los propios protagonistas o familiares relatan así sus experiencias:


“Hace unos 6 años llevé a mi pareja al Hospital Reina Sofía de Murcia por un dolor insoportable. Le diagnosticaron una apendicitis muy avanzada. Después de una espera interminable nos dicen que no pueden operarlo porque es de Cartagena y tiene que ir a su hospital. Pido llevármelo en mi coche pero no me dejan. La ambulancia llegó a las 9 de la noche, cuando había ingresado a las 12 del mediodía. Tantas horas de espera que complicaron la intervención, hasta once días hospitalizado”, cuenta María Luna Pérez. 


“A mí me hicieron algo parecido en el hospital de Albacete. Soy de Valencia, pero estaba allí de vacaciones y me rompí la tibia y el peroné. Me dejaron tirada como un perro en la puerta del hospital porque decían que era de otra comunidad y no podían trasladarme en ambulancia. Tuvo que ir un familiar a recogerme, de las horas que pasaron casi me quedo coja con 32 años”, explica Raquel Fernández Martínez.

Los mismos sanitarios se muestran en desacuerdo con estas actuaciones:


“Pertenezco al SMS y me indigna que haya tanta burocracia. ¿Qué no se te atienda por empadronamiento? ¿Qué dentro de España no tengamos asistencia sanitaria según donde estemos? La asistencia debe ser gratuita y universal para todos, está en nuestro derecho”, expresa Laura Martínez Pulido, enfermera y matrona. 


“Desgraciadamente esto es así. Cuando estaba en el hospital Los Arcos había un chico con apendicitis y lo mandaron al Reina Sofía porque era de Murcia. Yo flipé, pues soy sanitaria y siempre el bienestar del paciente va primero. Se opone a cualquier norma de sentido común”, opina la auxiliar de enfermería Davinia Alcaraz Martínez. 

Conclusión 

Si analizamos bien la historia, el primer fallo que desencadena el resto de despropósitos es meramente médico: calificar una apendicitis aguda muy avanzada de “no urgente”. Una valoración totalmente errónea ya que, como hemos comprobado, ese diagnóstico es de intervención inmediata. 

Por otro lado, se puede operar a un paciente a pesar de que no le pertenezca ese hospital y en caso de un traslado, se puede efectuar mucho antes.

Los médicos reconocen que se deben analizar dos aspectos: la gravedad de la enfermedad y por tanto, la urgencia o no de la operación; el hospital de pertenencia y en caso de ser otro, calcular el tiempo total de traslado atendiendo a la distancia en kilómetros y la hora de recogida de la ambulancia; y entonces, decidir si se interviene o si el paciente puede ser transferido a su hospital, sin que empeore su salud. Cuando se trate de urgencias, se debe dejar en segundo plano el ámbito administrativo. 

En España existen dificultades económicas, políticas, sociales… y un largo etcétera. Pero el campo sanitario debe ser el primordial en el que se actúe para solucionar los problemas. No se juega con dinero, sino con unas vidas humanas que confían en la calidad de los servicios médicos. Con sucesos así, esa confianza se está perdiendo. No lo podemos permitir. 

Juzgan a un peluquero por poner un piercing a una menor sin tener permisos


La joven, que acudió a colocarse la pieza sin autorización paterna, sufrió días más tarde una grave infección en la oreja que acabó provocándole una lesión.

Ayer lunes tuvo lugar en la Ciudad de la Justicia de Murcia el juicio contra el peluquero acusado de un delito de lesiones imprudentes por la colocación de un piercing a una menor de 17 años en su establecimiento sin contar con los permisos necesarios.

Los hechos se produjeron en el año 2011, cuando, según su testimonio, Jennifer (ahora mayor de edad) acudió junto a una amiga a la barberia de A.A, en Cieza. Allí, el hombre les puso un piercing de apenas un euro de valor a cada una, con la ayuda de unas “pistolitas”. Sin embargo, pocos días después, la oreja de la joven se infectó, por lo que tuvo que acudir a urgencias, esta vez ya con su madre. El proceso acabó con una intervención quirúrgica y una lesión en la oreja calificada de deformación en un primer informe forense. Asimismo, Jenifer relató que llegó a haber días en los que no fue a clase por vergüenza, y que precisó de ayuda psicológica. Finalmente, tras solicitarle que enseñara la oreja para que los abogados pudieran comprobar su estado, la joven rompió a llorar.


Antes de ella había declarado A.A., quien rechazó contestar a las preguntas del abogado de la acusación. El hombre, de unos 60 años, reconoció haber colocado piercings años atrás, pero negó ser quien se lo colocó a Jenifer. Según sus palabras, no ponía estas piezas desde el 2008, cuando se enteró de que hacía falta una licencia comunitaria y una zona especial en el establecimiento para poder llevar a cabo el trabajo.


No obstante, tanto las declaraciones de Saray, la amiga de Jenifer, como las de su madre contradijeron la versión del acusado. Uno de esos indicios culpatorios es el que tiene que ver con la visita de la madre al establecimiento solo unos días después de realizarse el piercing, y en la cual el acusado pidió a la joven que le enseñara la oreja, algo que el mismo peluquero admitió haber hecho en sus explicaciones, según él, “por curiosidad”. Fue durante estas testificaciones cuando se vivieron los momentos más tensos entre el abogado defensor, que alegó incoherencias en algunas de las fechas expuestas por los testigos, y el juez, que apreció impertinentes varias de sus cuestiones, llegando a preguntarse en voz alta, irónicamente, si acaso estaban en juicios distintos y no en la misma sala.


Finalmente, en las conclusiones, el fiscal y el abogado de Jenifer coincidieron en considerar al acusado responsable de un delito de lesiones por imprudencia grave, mientras que el abogado defensor, sin dejar de negar los hechos que se atribuían a su cliente, estimó más ajustado a derecho contemplar la imprudencia como leve.


Así, tras casi dos intensas horas de declaraciones, el juicio quedó visto para sentencia.